San Bonifacio Obispo y Mártir – Apóstol de Alemania (680-754 DC)
Se le conoce con el nombre de Bonifacio, pero su verdadero nombre era Winfrido y su fama ha llegado hasta nosotros, sobre todo, por haber sido el apóstol de Alemania. Nació por el 680 en territorio de Wessex, Inglaterra, de una familia profundamente cristiana. Fue siempre un perfecto anglosajón. Pasaron por allá unos monjes cuando tan sólo contaba con cinco años y ya pidió a sus padres que le permitieran irse a vivir con ellos y como ellos, sus padres al principio, pusieron alguna resistencia, pero cuando tenía siete añitos se lo permitieron. Con ellos (con los monjes) pasó siete años entregado a recibir una sólida formación cristiana. Tenía catorce cuando se trasladó al monasterio de Nursinling, diócesis de Winchester, e ingresó ya como religioso benedictino en la Orden. Se entregó de lleno a su formación intelectual y religiosa. Fue condecorado como Maestro en Teología.
Pero mucho más que en los estudios científicos, aunque sagrados, se le veía progresar en la carrera de la santidad pues era notorio a todos cuantos le trataban los progresos que hacía en toda la gama de virtudes y exigencias que lleva consigo una auténtica vida religiosa y monacal. Ordenado sacerdote, en el año 716 con dos compañeros se encaminó a Turingia; pero aún no era la hora de su apostolado. Regresó a su monasterio y en el año 718 viajó a Roma para solicitar del papa Gregorio II autorización de misionar en el continente. El Sumo Pontífice lo escuchó complacido y, en el momento de otorgarle la bendición, le dijo: “Soldado de Cristo, te llamarás Bonifacio”. Este nombre significa “bienhechor”. El Papa le acoge con gran bondad, pues además de las elogiosas cartas credenciales del Obispo de Winchester, pronto descubre en su alma cualidades nada comunes para un fervoroso misionero. No se equivocó.
En 719 se dirigió a Frislandia. Allí estuvo tres años; luego se marchó a Hesse, convirtiendo a gran número de Bárbaros. En Amoneburg, a orillas del río Olm, fundó el primer monasterio. Regresó a Roma, donde el papa lo ordenó obispo y Misionero apostólico y Legado suyo en Alemania: “… Ve a llevar el reino de Dios a cuantas naciones halles en tu camino, y que, en espíritu de virtud, sobriedad y caridad evangélica, derrames en las almas la predicación de los Testamentos”. Así comienza un fogoso apostolado y una maravillosa organización de cómo debe llevarse una evangelización con método y eficacia maravillosa. Una de las más bellas, sin duda, que cuenta la historia de la Iglesia en sus veinte siglos de historia. Recorre ciudad por ciudad, pueblo por pueblo y organiza, instituye la jerarquía eclesiástica, funda Iglesias, monasterios de monjas y monjes, habla de Jesucristo a ricos y pobres, reyes y labriegos.
Poco después, en el territorio de Hesse, fundaba el convento de Fritzlar. En el año 725 volvió a dirigirse a Turingia y, continuando su obra misionera, fundó el monasterio de Ordruf. Presidió un concilio donde se encontraba Carlomán, hijo de Carlos Martel y tío de Carlomagno, quien lo apoyó en su empresa. En el año 737, otra vez en Roma, el papa lo elevó a la dignidad de arzobispo de Maguncia. Prosiguió su misión evangelizadora y se unieron a él gran cantidad de colaboradores. También llegaron desde Inglaterra mujeres para contribuir a la conversión del país alemán, emparentado racialmente con el suyo. Entre éstas se destacaron santa Tecla, santa Walburga y una prima de Bonifacio, santa Lioba. Este es el origen de los conventos de mujeres. Prosiguió fundando monasterios y celebrando sínodos, tanto en Alemania como en Francia, a consecuencia de lo cual ambas quedaron íntimamente unidas a Roma.
El anciano predicador había llegado a los ochenta años. Deseaba regresar a Frisia (la actual Holanda). Tenía noticias de que los convertidos habían apostatado. Cincuenta y dos compañeros fueron con él. Atravesaron muchos canales, hasta penetrar en el corazón del territorio. Al desembarcar cerca de Dochum, miles de habitantes de Frisia fueron bautizados. El día de pentecostés debían recibir el sacramento de la confirmación.
Bonifacio se encontraba leyendo, cuando escuchó el rumor de gente que se acercaba. Salió de su tienda creyendo que serían los recién convertidos, pero lo que vio fue una turba armada con evidente determinación de matarlo. Los misioneros fueron atacados con lanzas y espadas. “Dios salvará nuestras almas”, grito Bonifacio. Uno de los malhechores se arrojó sobre el anciano arzobispo, quien levantó maquinalmente el libro del evangelio que llevaba en la mano, para protegerse. La espada partió el libro y la cabeza del misionero. Era el 5 de junio del año 754.
El sepulcro de san Bonifacio se halla en Fulda, en el monasterio que él fundó. Se lo representa con un hacha y una encina derribada a sus pies, en recuerdo del árbol que los gentiles adoraban como sagrado y que Bonifacio abatió en Hesse. Es el apóstol de Alemania y el patriarca de los católicos de ese país.